domingo, 12 de mayo de 2013

EL PRIMER VELOCÍPEDO EN MALLORCA.


 

 
Se sabe que fue el francés James Stanley quien inventó la bicicleta de rueda alta en el año 1870 comercializándola años después.

Con anterioridad, se conocen esbozos desde la edad antigua de artilugios sobre ruedas. Leonardo Da Vinci durante los años que vivió entre 1478 y 1519 dibujó un boceto de un aparato de dos ruedas en línea, con un sistema de pedales, cadenas, manillar y asiento.

La “Drasiana”, una bicicleta que creó el alemán Karl Drais en el año 1817, era un aparato muy pesado de dos ruedas en línea sostenidas por un armazón, un asiento y un timón, que se movía dándose fuerza con los pies en el suelo, como hacen ahora los niños pequeños con sus motitas de juguete de amplias ruedas de plástico que vemos a menudo por las calles de nuestra ciudad.

Naturalmente no tenemos conocimiento que algún mallorquín en aquellos años hubiera inventado un aparto similar. La llegada de los pedales fue gracias al escocés Kirkpatrick Macmillan quien años después, ideó un sistema de pedales adheridos a unas palancas de modo que, al balancear alternativamente los pies adelante y atrás dando fuerza a los pedales, hacia que la rueda de atrás girara sin tener que generar la traslación pisando el suelo.

Luego aparecería una versión que se hizo muy popular, la bicicleta de Ernest Michaux, que tenía los pedales en la rueda delantera, fabricada toda de madera excepto la rodadura de las ruedas que eran de hierro.
 
A partir de ella surgen los famosos “velocípedos”, grandes aparatos de hierro con una enorme rueda delantera que tenía como radio 1,5 metros (cuanto más grande más velocidad alcanzaban)  y una trasera diminuta que había perfeccionado y comercializado Stanley en 1873.
 
Los pedales iban en la rueda gigante y al tener un solo piñón fijo donde iban acoplados los pedales, se frenaba haciendo la fuerza inversa con las piernas. Ya nos podemos imaginar lo difícil que debía ser, primero coger velocidad y sobretodo frenar aquel aparato.  De hecho los accidentes no tardaron en llegar, sobre todo con fracturas de muñecas producidas al caerse de aquella considerable altura.
 
 
Además, el ajetreo que producía en la columna vertebral, hacía que estos aparatos fueran manejados únicamente por jóvenes aventureros. Para subirse en ellas requería bastante práctica, puesto que el artilugio debía estar en movimiento para poder aguantar el equilibrio.

Y es aquí cuando tenemos noticias que un aventurero mallorquín llamado Gaspar, apareció por las calles de Palma a finales del siglo XIX con su velocípedo que se había traído desde Barcelona. Por las tardes, cuenta Màrius Verdaguer en su libro “La ciutat esvaïda”, aparecía por el Borne ante la sorpresa de todos que veían estupefactos como aquel hombre era capaz de mantener rodando aquella enorme rueda sin caerse.

Mi padre con un velocípedo en 1935
La práctica que debió coger el tal Gaspar con su velocípedo fue tal, que pasaba y pasaba delante de la gente a una velocidad que consideraban vertiginosa.
 
Unos le miraban con sorpresa, otros admiraban su arrojo y otros, los más mayores, le criticaban porque consideraban que era una vergüenza ir erguido con aquella pose moviendo las piernas de aquella manera por delante de la gente.

Mi padre en 1963 vestido de época en un concurso de bicicletas por Palma
Pero lejos de avergonzarse, nuestro buen amigo Gaspar creó escuela en nuestra ciudad. Cuenta Verdaguer que  en la explanada que se hallaba al costado de la murada “que parecía que aguantaba el Palacio de la Almudaina” (a la que se accedía por una callejuela que pasaba por detrás del teatro de madera) montó Gaspar un pequeño velódromo en el que circulaba con su característica indumentaria que consistia en una camiseta de rayas azules y blancas y unos pantalones bombachos. Allí daba vueltas y vueltas seguido de sus alumnos sentados también encima de sus velocípedos cogiendo velocidades que iban “a la misma velocidad que el viento”.

Añade Verdaguer que “Gaspar i sus velocipedistas, pasando por el Borne con sus artefactos, moviendo las piernas como monas nerviosas y luciendo las camisetas de rayas azules y blancas, forman una verdadera litografía simbólica del primer esfuerzo un poco ridículo a fuerza de ser sentimental, de mi generación, para ir adaptándose a las grandes velocidades que el hombre llegaría a conseguir y que en aquél momento ni se podían sospechar”.
 

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