lunes, 28 de abril de 2014

RAIXETA.




Aprofitant una visita a Raixa ara que es gratuïta, anàrem fins a Raixeta per caminar un poc i acabar de passar el dia.


Deixarem els cotxes a l’aparcament de Raixa i començarem pel camí que hi ha a l’esquerra.

Un camí perfecte que transcorre entre tanques d’ametllers al costat del puig de sa Falconera i del puig Pla, on el sol pegava de bon de veres. 


Feia calor i en un no res, després de gairebé uns 2,5 quilòmetres de passeig, arribarem a les cases de Raixeta.
 
Aquesta possessió, ara en roïnes, està situada entre Raixa, Biniatzar, el comellar de Na Morta i el Puig de la Gubia. 


En aquestes cases estigué Francesc Colom i la seva dona en 1956, abans de traslladar-se a Raixa com a posaders.

Les cases amb la seva clastra i cisterna on un enorme lledoner  esqueixat  ha quedat tombat just enmig, es troben en completa roïna. 


A la dreta, on estaven les dependències del senyors, sobre la porta hi ha l’escut d’armes de la família Despuig. 


Tot està mix esbucat i convé no entrar per les dependències pel risc que hi ha de que acabi tot de caure. 


No obstant això, noltros visitarem amb molta cura, la nau de l’antiga tafona, on hi ha una inscripció amb la data de 1770 i on es troben encara les enormes pedres que servien per fer oli.

Les altres dependències eren els graners, la cuina, magatzems i les cases del amos. 

Al costat del pati o clastra hi ha el que devia ser un safareig que devia recollir l’aigua que davalla de la font de Pastoritx. 


En una de las parets encara es pot veure un rellotge de Sol.

A l’exterior, més elevada, es troba una antiga era.

Dinarem a la clastra pensant el que degué ser en l’antiguitat la vida en aquest lloc, una activitat sense dubtes, de molta de feina sobre tot treballant l’oliva.

Ens va sorprendre la gran quantitat de voltors que volaven pels penyals, fins a 7 o 8 en contarem, senyal que aquesta espècie ha trobat l’estabilitat necessària per reproduir-se per aquests indrets a on conviuen també moltes cabres salvatges.

Allà asseguts pensarem que estaria bé fer un hotelet rural en aquest lloc rehabilitant les cases tal qual estan distribuïdes abans que fotin totes per avall: Al safareig, una piscineta; a la nau de la tafona el menjador, a l’habitació contigua la cuina, totes les habitacions amb vistes a la muntanya, a un soterrani que hi ha, el gimnàs, amb sauna, jacuzzi... que vols més!. 


Rutes fantàstiques per fer excursions per aquest indret i un camí en molt bon estat que et porta fins aquí des de la carretera de Sóller. Ala idò acordarem jugar tots a l’euromillón” (la Primitiva creiem que no bastarà)  per comprar aquest lloc a qui sigui el seu propietari i fer un hotelet rural. I que no es guapo això!.

Acabarem la broma amb un bell poema de Pere Amengual sobre Raixeta que va fer al 2011. Diu així:
R A I X E T A

Muntanya amunt caminen
per viaranys de paret seca
i tanques d’ametllers vestides de blanc,
muntanya amunt
caminen els caminants.


El cor encongit, s’esglaien
davant el brancam
que l’hivern ha despullat
dels vells lledoners,
de soca alta i poderosa
arrelada al roquissar,
com gegants de rondalla
guarden la casa abandonada
la porta tancada
s’endugué el vent la teulada
ja no raja oli la tafona destrossada.


Muntanya avall caminen
per viaranys de paret seca
i tanques d’ametllers de blanc vestides,
muntanya avall
caminen els caminants.


S’obre el cel
esclata la nuvolada
sota una pluja d’esperança
el cor alegre
caminen els caminants.
Una excursió-passeig de 5,870 quilòmetres molt maca. Fins la propera!.
(Fotografies: Miquel Barceló, "Trigo" i meves)

sábado, 26 de abril de 2014

PASTEL DE MANZANA.

Ingredientes:

1 paquete de "sobaos" o bizcochos.
5 o 6 manzanas Golden
1 vasito de mantequilla
1 vasito de brandy
1 vaso de leche
1/2 vaso de azúcar
1 limón
1 vaso de confitura de albaricoque o melocotón
1 cucharada de canela en polvo
1 gotas de esencia de vainilla
Pelamos las manzanas, las cortamos a cuartos, les quitamos el corazón y dividimos los cuartos en dos partes. Luego hacemos lonchas de unos 2/3 mm de espesor.
Rayamos la piel del limón y reservamos. En un bol exprimimos el jugo del limón con un chorrito de agua y vamos introduciendo las manzanas a medida que vayamos cortándolas, mezclándolas de vez en cuando para evitar que se oxiden.
Ponemos una sartén onda a fuego lento y derretimos la mantequilla.
Vertemos las manzanas y el brandy.
Luego la canela y vamos mezclando con cuidado.
 Seguidamente echamos el azúcar y removemos.
Por último unas gotitas de esencia de vainilla y la piel del limón rayada. Mientras se va cociendo a fuego lento iremos removiendo de vez en cuando.
Cuando las manzanas estén ya hechas y la mayor parte del almibar se haya evaporado, sacaremos la sartén del fuego, verteremos la confitura y mezclaremos bien.
Ahora se trata de forrar el molde con papel para horno recortando la base y los costados .
Iremos mojando los sobaos en la leche (sólo introducir y sacar) y los iremos colocando de pie alrededor del molde con la cubierta hacia fuera. En la base pondremos unos cuantos y los chafaremos levemente hasta dejar una superficie uniforme y no muy gruesa. Después sólo nos queda verter la manzana en el molde.
Pondremos en la superficie unos cuantos trozos de sobaos algo separados, cuidando que la superficie del pastel quede uniforme y regaremos con un poquito de mantequilla fundida. Solamente nos queda hornearlo 30 minutos a 180º.
Cuando lo saquemos hay que dejarlo enfriar antes de desmoldar.
Una vez retirado el molde pintaremos la superficie con un poco de la confitura que habremos calentado con un poquito de agua.
Lo dejamos reposar fuera de la nevera unas horitas y listo.


 

lunes, 21 de abril de 2014

AQUELLOS NIÑOS DE LOS AÑOS 60.




En la década de los 60, las madres parían a sus hijos en casa asistidas de una comadrona y las vecinas mas allegadas. Los bebés mamaban teta, no había biberones. 
Los pañales eran de gasa y se lavaban, no eran desechables. Los cochecitos eran de hierro con ruedas grandes. Se llevaban los niños al pediatra cuando estaban enfermos, no para hacer revisiones periódicas. Todos los niños se bautizaban y se invitaba a los familiares y vecinos al acto religioso y después al convite que solía ser, normalmente, un chocolate con ensaimadas. Los bebés solían estar siempre en su cuna y se podía entrar a casa hablando fuerte porque no se despertaban. El chupete era un clásico y los sonajeros también.

En la radio se escuchaba a “Matilde, Perico y Periquín”, a “Pepe Iglesias el Zorro”, el “Criminal nunca gana” y Lamberto Cortés “Avespa” era el cronista deportivo radiofónico de aquella época.

La canción del “Cola-Cao” la teníamos metida en la mollera y aún 50 años después somos capaces de recordarla.  

El velódromo de Tirador acogía los domingos por la tarde carreras tras moto y la gente acudía en gran número para ver sobre todo correr a Guillermo Timoner que pese a que había conseguido ya varios campeonatos del mundo del mundo tras moto stayer, era un ídolo para la afición.  
Escalas y Gomila (este último con muy mal genio) eran los mallorquines encargados de hacerle sombra cada domingo y Tortella dominaba casi siempre las pruebas a la americana.  Mi padre me llevaba a ver las carreras, pero las caídas de algunos corredores con las quemadas que se hacían al arrastrase por el cemento del velódromo y sobre todo la muerte del campeón mundial tras moto de aquél año, el belga Willy Laurens, que viví “in situ” me hicieron aborrecer las carreras, o mejor dicho, temer por la integridad de los corredores, un temor que aún siento cuando veo carreras en pista. No quise volver. 

Me acuerdo que en un palco debajo de las gradas donde nos encontrábamos mi padre y yo, estaba toda la familia del campeón belga, su mujer, sus hijos pequeños y algunos familiares y amigos y cada vez que pasaba por delante de ellos le aplaudían a rabiar. 

El lideraba la carrera, Timoner iba segundo y cuando había salido de la peralta sur, su rueda se enganchó con el rodillo de la moto cayéndose sobre el cemento y quedándose tirado inmóvil en la pista…la moto de Mora, con Timoner al rodillo que venía detrás, le pasó por encima y el motorista rodó también por los suelos, Timoner pudo esquivarlos y salió ileso de milagro. Se suspendió la carrera, se llevaron al corredor belga con una ambulancia y “Avespa” confirmó en su espacio deportivo por la noche, al que estábamos todos en casa esperando con ansiedad alrededor de la radio, el fallecimiento del campeón del mundo. Ya no volví nunca más al velódromo a ver carreras ciclistas.

Por otro lado en aquellos años el R.C.D.Mallorca había logrado el primer ascenso de su historia a la Primera División y poco a poco el fútbol se fue comiendo a los demás espectáculos deportivos de la época. 

Juan Carlos Lorenzo había conseguido llevar al equipo de tercera a primera, y los “Zamora”, “Bolao”, “Currucale”, “Mir”, “Oviedo” eran nuestros ídolos. Acudíamos al campo a veces con nuestros padres y cuando no podían venir lo hacíamos solos. Nos poníamos en la puerta del Luis Sitjar y pedíamos a algún espectador que acudía si nos podía entrar (los niños no pagaban pero debían ir acompañados). 
Al igual que la canción del Coca-Cao, los anuncios que daban por megafonía antes de comenzar el partido del “Frontón balear”, “Bonvi”, “Miret”, “Laccao” y otros más se han quedado también grabados en los cerebros de todos aquellos aficionados, una cuestión que deberían tener muy en cuenta los que estudian ahora publicidad y marketing. Una simple cuña radiofónica varias veces repetida, se te clava en las entretelas y ya no se te olvida jamás.

Un vecino nuestro, jardinero de profesión, nos llevaba con su “Isocarro” a ver la lucha libre americana que cada semana se organizaba en la plaza de toros por las noches de aquellos veranos. 

Acudíamos con él 4 o 5 niños, mientras las madres nos esperaban sentadas “a la fresca” en las aceras delante de las casas, generalmente plantas bajas, a que volviéramos a media noche. 

Me acuerdo de “Jim i Toni Oliver”, “Kamikaze”, “el Ángel Blanco”, personajes que cada vez que salían al cuadrilátero hacían las delicias de la gente que llenaba casi siempre un tercio de la plaza. Me sorprendía ver como nuestro vecino chillaba y disfrutaba con el espectáculo, un espectáculo que yo siempre presenciaba algo incrédulo porque a mí siempre me pareció que los golpes y llaves que se hacían eran fingidos, que era tongo.

Aquellas noches mientras las vecinas hablaban de su cosas a la fresca, los niños jugábamos al escondite o a las “4 esquinas”. Las calles estaban sin asfaltar y antes de sacar las sillas, alguna vecina regaba los alrededores de su portal metiendo la mano en un cubo de agua que aguantaba con la otra para que hiciera “más fresco”. 

Y mientras nosotros, un grupo de 7-9 vecinos que debíamos tener por aquel entonces de 9 a12 años, sudábamos la gota gorda corriendo y escondiéndonos, mientras nuestros hermanos y hermanas adolescentes se dedicaban a escuchar música en un “pickup” que llevaba los bafles incorporados, en la salita de alguna casa con las puertas abiertas.

Allá podía entrar y salir el que quisiera. 

“Adamo”, “Los Surf”,  “Miguel Ríos” “Shadows” “Elvis”, “Fórmula V”…eran discos que teníamos metidos en la cabeza de tanto escucharlos. 



Y a mí, que tenía  mi hermana que era 6 años mayor que yo, sus “pretendientes”, como les llamaba mi madre, me traían el “TBO”, “El Capitán Trueno”, “El Jabato” y me dejaban sus bicicletas cuando se las pedía para dar una vuelta.

La verdad es que me encantaba aprovecharme de aquella “amabilidad” con 

que trataban al “hermano” pequeño de aquella  chica que les tenía a todos embelesados de lo guapa y simpática que era y lo bien que bailaba.

Delante de casa había un gran solar con un trozo de la antigua  murada que la llamábamos “la Torreta”.  

Era el único trozo de murada renacentista que rodeaba Palma que quedó en pié tras el derribo de todo el perímetro amurallado a la espera que se edificara aquél enorme solar, un solar en el que prácticamente nos pasábamos todo el día jugando… sin ningún juguete y donde nos dio por hacer cuevas para después meternos en ellas.

Cuando alguno quería jugar al fútbol, pedíamos al amigo que tenía  un balón que lo fuera a buscar. Colocábamos 2 piedras en cada extremo de nuestra calle y allí jugábamos un partidito que duraba, más bien poco, porque según se habían “hecho los equipos” ya sabíamos quién iba a ganar.

Se elegían dos capitanes que siempre eran los más mayores, los cabecillas,  y situándose uno en frente del otro a una distancia de unos tres metros, iban avanzando pié a pié en línea recta hasta que uno pisaba el pie del otro. Este era el que debía elegir primero el jugador que quisiera para su equipo. Dos o tres, los mejorcitos, eran siempre los elegidos y los que quedaban los últimos ya estaban acostumbrados a que se les escogiera “de relleno” porque no había más remedio y como ya he dicho, antes de comenzar, ya sabíamos quién iba a ganar.

Los sábados por la tarde solíamos ir por la Riera detrás del velódromo de Tirador, donde había una gran explanada a la que llamábamos el “campo de los mosquitos” no hace falta decir porqué. Allá nos reuníamos con otros amigos que venían de otros barrios y jugábamos un partidito ya más serio. Cuando el balón se nos iba al velódromo o al cauce de la Riera, iba a buscarlo quien lo había tirado, mientras los otros esperaban descansando.

En la Riera, junto a la entrada del velódromo, vivía un indigente en una cueva a la que había tapado media entrada con unas piezas de marés. Pasábamos por allá con miedo, porque cuando nos veía salía de la cueva para echarnos y la verdad que le temíamos. El paso hacia el campo lo hacíamos por la parte alta del talud, no por el cauce, y para sortear los refuerzos de la grada lateral del velódromo, teníamos que agarrarnos en un agujero que habíamos hecho en la otra parte de la pared vertical que nos cortaba el paso para pasar agarrados en los dos costados primero una pierna y después la otra, quedando por un momento colgados en el vacío del cauce que, pese a no ser muy alto, unos cuatro metros, una caída, que nunca se produjo, hubiese podido ser muy peligrosa.
Me acuerdo que cada día pasaba por casa el carro del basurero. Mi madre, cuando lo oía,  me hacia sacar el cubo de la basura que aquél hombre volcaba en una gran cesta de esparto que traía y que después de recoger la basura de tres o cuatro vecinos levantaba y vaciaba su contenido en el carro tirado por una mula. También venía con un carro el lechero, que traía la leche en unas tinajas metálicas y la vendía a granel. Todos los vecinos le compraban.

Cuando salíamos a la calle por las tardes y nuestros compañeros aún no estaban por ahí, solíamos ir a un taller donde unos hermanos obesos trabajaban de tapiceros, unas bellísimas personas. Era un local lúgubre y ellos ocupaban la mitad desde la entrada, la otra mitad, desde el centro hasta el fondo, la ocupaba un carpintero, otro hombretón alto y también obeso que tenía una Lambretta con sidecar en el cual nos solía llevar con él cuando iba a buscar algún que otro material.  

Ambos trabajaban por las tardes allí porque por las mañanas lo hacían en una empresa. Por aquél entonces todo el mundo tenía trabajo y era habitual tener uno , dos o incluso más trabajos.  Cuando íbamos allí pedíamos si podíamos ayudar en algo y casi siempre nos mandaban a comprarles cigarrillos, 3 “Chester” al café del final de la calle. 


3 cigarrillos que el dueño del bar sacaba de un paquete y que costaban unas 2 pesetas creo recordar. Ahora pienso que compraban solo aquellos tres cigarrillos, no para fumar menos, porque en aquellos tiempos no se era consciente de lo perjudicial que es el tabaco y prácticamente todos los hombres fumaban negro, sino porque el “Chesterfield” era rubio americano y resultaba caro.

Nosotros, los niños, de vez en cuando fumábamos cigarros de anís, unos cigarrillos arrugados que íbamos a comprar en una tienda de comestibles y que se vendían también por unidad, más malos que el betún. Los fumábamos como se hace ahora con los porros, pasándonos el cigarrillo de uno en uno.

Si alguno de nosotros tenía algunos céntimos, a veces comprábamos también palos de regaliz, unos palos que masticábamos hasta ablandarlos sentados en algún portal, hasta que se te hacia una pasta en la boca la madera masticada que tenías que escupirla. 

Otro día comprábamos barras de regaliz que disolvíamos en una botella de agua y que sentados en un corro, nos la íbamos pasando para agitarla con fuerza hasta que su color se volvía negruzco. Entonces nos la íbamos bebiendo poco a poco. Aquello lo llamábamos “pichat d’ego”. Esto cuando alguien tenía algún dinero, porque la mayoría de las veces nos teníamos que conformar chupando “vinagrella” que recogíamos por la riera o por los solares y que chupábamos y chupábamos hasta dejarnos la boca áspera por completo. Ahora resulta que estas flores amarillas con gusto a vinagre, son tóxicas, y hemos leído que si las comen las vacas se pueden envenenar. Que yo sepa ninguno de nosotros tuvo una simple diarrea por comerlas.

Los solares eran donde nos pasábamos más tiempo porque eran como una caja de sorpresas. Allí, con cualquier cosa que encontráramos, suponía pasarnos la mañana con aquel hallazgo. 

Por ejemplo los escarabajos. Esos escarabajos negros que antes había muchos y que ahora no encuentras porque no tienen donde vivir. Con un escarabajo se podía hacer muchas cosas, desde cortarle la cabeza y esperar a que se muriera -nunca se llegaba a morir hasta que lo pisábamos-, hasta coger un poco de barro, buscar un trocito de cristal roto, hacer como una televisión pequeñita, poner el escarabajo dentro, taparlo con el cristal y mirar a ver si se moría asfixiado. No se moría salvo si lo dejábamos unos días allí, y la discusión siempre era que si se había muerto por falta de aire o se había muerto de hambre…


Los dragones (como le llamábamos nosotros) o lagartijas, eran nuestros enemigos. Había uno que las cogía, a los demás nos daba asco o incluso miedo. A las lagartijas las hacíamos fumar los cigarros de anís. Les poníamos el cigarrillo en la boca y ya lo creo que fumaba… pobres bichos. Pero cuando oíamos el maullar de algún gatito, aquello era lo máximo, dejábamos todo e íbamos en su busca. 
Eran siempre gatos recién nacidos, algunas veces dejados en los solares abandonados por gente que nos los quería o porque la gata había parido allí. Y si con los insectos éramos unos sádicos, con los gatitos todo lo contrario.       Enseguida nos movilizábamos. Uno traía una caja de zapatos, otro un frasco de aceite de máquina de coser que hacíamos servir de biberón, y otro un poco de leche. 

Aquéllos animalitos con los ojos aún cerrados, bebían la leche hasta ponerse con una barriga que parecía que les iba a explotar. Nunca comprendimos porqué al cabo de unos días se nos iban muriendo si estaban todos la mar de gorditos…

Los cardos grandes eran especialmente sabrosos. Los arrancábamos y con cuidado les quitábamos las púas hasta dejarlos pelados. El corazón era delicioso. Había también los “Panellets”, una planta rastrera cuyos frutos eran como unos panecillos diminutos que solíamos también comer.

Si encontrábamos alguna cámara de bicicleta que habían tirado, la hacíamos rodar corriendo y dándole golpes con la mano y si por casualidad encontrábamos dos, ya podíamos organizar unas carreras espectaculares.

Los flecheros eran habituales. Los hacíamos con palos más o menos flexibles y un cordel y disparábamos flechas que hacíamos de cualquier arbusto aunque las madres no nos dejaban que jugáramos con flecheros porque nos “podíamos sacar un ojo”.

Las latas de conserva eran excelentes “cochecitos”. 

Las vértebras de algún perro muerto nos servían para jugar a “Apo”, sentados en un círculo las íbamos tirando y según cayeran ganabas o perdías. Si por el contrario encontrábamos chapas de botellas, ya teníamos para jugar a las chapas. 

Las de “Coca-Cola”, las que había más, valían muy poco, pero el que se encontraba tapones de “Estrella”, “Dux” o “Beba Salud” había encontrado un tesoro.
A propósito la fábrica de refrescos “Beba Salud” estaba en nuestra calle y el hijo del dueño era también amiguete nuestro. Cuando veíamos venir algún camión, a veces íbamos a pedir que nos dejaran descargar las cajas vacías. Siempre nos dejaban y como pago, nos daban una botella de “Piña” que nos bebíamos entre todos sentados en nuestro habitual portal. Sin embargo, al lado de la fábrica de refrescos había un mayorista de pescados que nunca logramos hacernos con él. Siempre que entramos a mirar nos echó fuera. El padre era un hombre bajito que siempre llevaba un trozo de puro en la boca y el hijo… un antipático.

Estando por la calle oíamos de vez en cuando chillar a alguna madre porque el hornillo de petróleo se le había prendido fuego. 

El sistema para apagarlo siempre era el mismo: tirarle una manta encima. Era algo habitual.

En verano íbamos en busca de estanques donde poder bañarnos, con lo peligroso que aquello era. No teníamos “piscinas” y tampoco podíamos ir a la playa caminando salvo a “Sa Merdera” (debajo de la Catedral) o a “C’an Barbarà” donde solíamos ir en ocasiones, sobre todo a esta última, para tirarnos desde el puente del Paseo Marítimo.

Como vivíamos junto a la parroquia de San Sebastián, alguno de nosotros íbamos por allí e hicimos de monaguillos muchos años. 

Me acuerdo de las “Capillitas” que se iban pasando los vecinos tras tenerla unos días en cada casa. Ver a mi madre lo satisfecha que estaba cuando teníamos a la “Inmaculada” en casa, me llenaba de satisfacción. Aquellos días en casa no se podía discutir, ni decir tacos. Siempre colocaba una vela en frente de la capillita con algunas flores silvestres.

Los que hacíamos de monaguillos (que no éramos todos) teníamos que estar siempre “de guardia” por si había algún entierro. 


Eran “duros” los entierros pero nos daba el cura una moneda de 2,50 pesetas que nos bastaba para comprarnos unos cuantos pasteles. Digo que era “duro”, porque teníamos que ir tres monaguillos (dos con los ciriales negros y uno con la cruz) delante del sacerdote hasta la casa mortuoria y una vez allí, que siempre la casa estaba llena de gente llorando, teníamos que entrar en la habitación donde estaba colocado el difunto en el ataúd con la tapa abierta. 

Los que llevábamos los ciriales siempre teníamos que pasar al fondo de la habitación al lado del muerto (glub), mientras el de la cruz y el sacerdote se quedaba enfrente del difunto para rezar el responso.

Las misas dominicales se pagaban a 0,50 pesetas o nada. El “Solpas” (cuando el párroco iba a bendecir las casas) era también un trabajo extra que nos pagaba muy bien (5 pesetas). Ibamos dos monaguillos vestidos con las sotanas y el “Ruquet”. Uno se iba anticipando e iba tocando por las casas diciendo “Solpas, obriu el llum”. Naturalmente cuando habrían los vecinos se apresuraban a encender las luces y a esperar que viniera el sacerdote a bendecir la casa. El otro monaguillo llevaba una cesta de esparto con las limosnas recogidas. No hace falta decir que cada día se llenaba aquella cesta de monedas, hasta el punto que teníamos que cogerla pasearla cogida de las dos manos.

Por aquél entonces las fiestas de San Sebastián significaban eso, fiesta. Las calles adyacentes se llenaban de tenderetes donde podías comprar chucherías a tutiplén. 

Las “Xirimies” despertaban a los vecinos paseando por las calles y los petardos, bombetas y trompetas comenzaban a sonar desde muy pronto. Todos salíamos con algunas pesetas que habíamos logrado de nuestros padres y las gastábamos sobre todo en petardos. 

Comprábamos bombetas, unos paquetitos diminutos de papel que cuando los tirabas al suelo explotaban. Las guerras de bombetas eran muy divertidas. Nunca entendimos como aquel paquetito lleno de serrín con unas cositas negras podían explotar.
Luego comprábamos el “rasca”, unas tiras de papel con pólvora prensada en la punta que al rascarla en las paredes petaban durante algunos segundos. Alguna que otra quemada siempre nos llevábamos.  Y por último los petardos. Aquellos los guardábamos un par de días porque se nos ocurrían siempre cosas diferentes para hacer con ellos, desde vaciar la pólvora para luego prenderla, hasta coger dragones para en lugar de ponerle un cigarro de anís en la boca ponerle un petardo…  

Vendían también una piedras redondas impregnadas en pólvora que al rascarlas por las paredes petaban…Eran unas fiestas muy divertidas para nosotros. 

También solíamos convencer a nuestros padres para que nos compraran algún que otro “indio” de goma para jugar a pistoleros en casa.


Los juegos habituales con peonzas, canicas de barro (luego vinieron los

 “bolls” de cristal) y “teas” (tacones de goma de zapatos viejos) jugábamos

más bien poco porque, o eras hábil jugando a esto o no lo eras, y como la

mayoría no lo éramos, pues dejábamos a los hábiles que siempre eran los mayores, que jugaran ellos solos.

Cuando convencíamos a los más pequeños para jugar a “plantada” disfrutábamos de lo lindo, porque les hacíamos poner agachados uno detrás

de otro mientras los demás íbamos saltando encima de ellos para ver quien 

aguantaba más peso sin derrumbarse… las palabras de aliento les hacían sacar fuerzas de flaqueza para ver quien aguantaba más sin caerse.

A medida que iban pasando los años las costumbres iban cambiando. Los hornillos de petróleo dejaban paso a las cocinas de butano, las neveras de hielo a los frigoríficos eléctricos y las radios a las televisiones. 
Comenzaban a fabricarse juguetes que hacían que los niños estuviéramos más tiempo en casa de algún amigo jugando a los “Juegos Reunidos”, los “mini cars”, el “excalectric”, etc.etc. Se comenzaron a asfaltar las calles y los solares se convertían poco a poco en moles de viviendas. Los carros dieron paso a los vehículos y los niños pasamos a ser adolescentes. La mayoría dejamos los estudios en Bachiller y nos pusimos a trabajar porque, como hemos dicho, había bastante trabajo para elegir. Los amigos que sus familias podían, se fueron a estudiar a la Península para cursar la carrera que habían elegido, y los otros nos quedamos trabajando desde muy jovencitos hasta que tuvimos que entrar en la “mili”. 
     
El paréntesis del Servicio Militar, dos años para algunos, servía para hacerte hombre para algunos o para perder el tiempo para la mayoría. Cuando salías, con 22 o 23 años, ya tenías que pensar en conseguir otra vez un buen trabajo y fundar una familia.

Atrás se quedaron los solares, los juegos callejeros y las bicicletas para dar paso a las motocicletas: “Mobylettes”, “Vespas”, “Lambrettas”, “Guzzis”…que eran nuestro sueño y después nuestro “600”. Y de ahí hasta ahora.

Nunca nos vacunaron de niños, no nos protegíamos del Sol, ni tuvimos ningún cólico por comer lo que encontrábamos por los solares. 

Los pantalones cortos que llevábamos dejaban ver nuestras piernas con arañazos y pequeñas heridas con crosteras que sanaban ellas solas. Nos bañábamos una vez por semana, generalmente los sábados, salvo que tuviéramos que acudir a algún acto bien arregladitos, alguna primera comunión, algún que otro cumpleaños, etc.etc. con nuestros zapatos de los domingos “Gorila”, unos zapatos vulcanizados que duraban una eternidad. 

Las “pelotas Gorila” era un juguete que utilizábamos bastante para jugar a “frontón” en cualquier fachada. 

Estas pelotas te las regalaban cuando comprabas ese calzado.

Volviendo la vista atrás, vemos que de la nada éramos capaces de inventar cualquiera cosa. Al principio no teníamos ni televisión, ni teléfono, ni por supuesto ordenadores y disfrutábamos con las cosas que creábamos nosotros mismos sin que nadie nos dijera lo que teníamos que hacer. Aprendimos a correr riesgos y desde el riesgo a solucionar los posibles problemas que se nos presentaban, a inventar cosas…

Ahora, sesentones, cuando observamos con que juegan ahora nuestros nietos, las tablets, los ordenadores, los móviles… sin salir apenas de casa, las vacunas que les ponen ya desde casi recién nacidos, los resfriados que cogen, diarreas, tos, fiebre…y que no han visto en su vida un escarabajo, pensamos en cómo va evolucionando el tiempo y en la suerte que tuvimos nosotros de no tener nada.