martes, 30 de junio de 2015

LA HIGIENE CORPORAL. BREVE RESEÑA HISTÓRICA.


Conscientes de la necesidad de cuidar el cuerpo, los romanos pasaban mucho tiempo en las termas colectivas bajo los auspicios de la diosa Higiea, protectora de la salud, de cuyo nombre deriva la palabra higiene.

También cuentan los historiadores que los aztecas tenían buenos hábitos de limpieza, pues se bañaban en el temazcal hasta tres veces al día y recurrían al uso de hierbas aromáticas que se pasaban por las axilas. En tanto, los egipcios colocaban algunas bolas de incienso en sus pliegues corporales para combatir el mal olor.

La costumbre de la higiene corporal se extendió a Oriente, donde los baños turcos se convirtieron en centros de la vida social, y pervivió durante la Edad Media.

En las ciudades medievales, los hombres se bañaban con asiduidad y hacían sus necesidades en las letrinas públicas, vestigios de la época romana, o en el orinal, otro invento romano de uso privado; y las mujeres se bañaban y perfumaban, se arreglaban el cabello y frecuentaban las lavanderías. Lo que no estaba tan limpio era la calle, dado que los residuos y las aguas servidas se tiraban por la ventana a la voz de “agua va!”, lo cual obligaba a caminar mirando hacia arriba.

Pero estas costumbres cambiaron con la llegada de la “Peste Negra”. El año 1348 marca el inicio de una etapa crítica en la Europa de la Edad Media. Fue un siglo que fue testigo de una de las epidemias más famosas de la historia y aunque esto no quita que antes y después de esta fecha no hubieran existido pestes generalizadas, que sí las hubo, y terriblemente virulentas, la “Peste Negra” marcó toda una época porque cualquier contacto entre las personas constituía un riesgo. Había que evitar la fraternización con vecinos, e incluso parientes, siendo lo más común la huída. Pero no siempre eran los sanos aquellos que participaban en esas migraciones…



Muchos infectados encaminaban también sus pasos en busca de “mejores aires”, propagando el mal por comarcas que, hasta ese momento, se habían visto libre de las pestilencias. Estas medidas preventivas (como es el caso de la huída lo más pronto y lejos posible) se convirtieron en verdaderos catalizadores de violencia. Los Municipios y Consejos de las ciudades contaminadas —o por contaminar— elaboraban reglamentos referidos a la “higiene” individual.

Se debían rehuir los trabajos violentos “que calentaban los miembros”, como así también del baño ya que el conocimiento médico de aquel entonces dictaminaba que el agua, sobre todo la caliente, debilitaba los órganos, dejando el cuerpo expuesto a condiciones insalubres y que, de llegar a penetrar por los poros, podría transmitir todo tipo de enfermedades. Incluso llegó a extenderse la idea de que una capa de suciedad protegía contra las enfermedades y que, por lo tanto, el aseo personal debía de hacerse “en seco”, solamente con una toalla limpia para frotar las partes expuestas del cuerpo.


Los médicos solían recomendar que los niños se limpiaran el rostro con una tela blanca para limpiar el sebo, pero no en demasía para evitar retirar el color “natural” (sucio) de la piel. En realidad, los galenos consideraban que el agua era perjudicial para la vista, que podía provocar dolor dental y catarros, empalidecía el rostro y dejaba los cuerpos más sensibles al frio durante el invierno y la piel reseca en verano. Además, la Iglesia condenaba también el baño por considerarlo un lujo innecesario y pecaminoso.Esto explicaría el consejo dado, en la ciudad de París en 1516, cuando ante los efectos de una epidemia se exhortaba: “¡Por favor, huyan de los baños de vapor o de agua o morirán!”.

En los palacios y casas de familia la existencia de baños era prácticamente nula. Cuando surgía el llamado de la naturaleza, el fondo del patio o un matorral eran los elegidos, según la preferencia de la persona. No era raro también ver a alguien defecando en las calles. Las grandes metrópolis como Londres o París podían ser consideradas en aquel tiempo como algunos de los lugares más sucios del mundo.

Tampoco las ciudades españolas destacaban por su limpieza. Cuenta Beatriz Esquivias Blasco en su libro ¡Agua va! La higiene urbana en Madrid (1561-1761), que “era costumbre de los vecinos arrojaran a la calle por puertas y ventanas las aguas inmundas y fecales, así como los desperdicios y basuras”. El continuo aumento de población en la villa después del establecimiento de la corte de Fernando V a inicios del siglo XVIII agravó los problemas sanitarios. La suciedad se acumulaba y en verano los residuos se secaban y mezclaban con la arena del pavimento; en invierno, las lluvias levantaban los empedrados, diluían los desperdicios convirtiendo las calles en lodazales y arrastraban los residuos blandos a los sumideros que desembocaban en el Manzanares, destino final de todos los desechos humanos y animales.

Es evidente pues que en siglo XVI la enfermedad no se combatía con higiene; o para ser más exactos: la idea que se tenía sobre lo higiénico era radicalmente diferente a la que la mayoría de nosotros compartimos en la actualidad. Esto lo podemos ver resumido en el siguiente texto escrito en 1568 y de gran vigencia en la época: “Conviene prohibir los baños, porque, al salir de ellos la carne y el cuerpo son más blandos y los poros están abiertos, por lo que el vapor apestado puede entrar rápidamente hacia el interior del  cuerpo y provocar una muerte súbita, lo que ha ocurrido en diferentes ocasiones…” (A. Paré, Oeuvres, París, 1568).

El agua y el baño, enmarcados en épocas de epidemias, elaboraron así una imagen del cuerpo abierto a los venenos infecciosos de la peste, sin la cual no podemos entender el proceso histórico de la idea de limpieza, ni comprender el motivo por el cual el rey de Francia, Luis XIII, tardó siete años de su vida antes de arriesgarse a sumergirse en su real bañera.


“Las diferencias entre buen olor y fetidez manifiestan las fronteras que separan a unos estamentos de otros (…)”, por lo tanto se hace necesario combatir los aromas desagradables, pero sin acudir al elemento líquido. Las normas de cortesía indicaban muy expresamente una serie de procedimientos —un verdadero inventario de comportamientos nobles— por los cuales la limpieza del cuerpo se circunscribía a lo que el historiador Georges Vigarello llama el aseo seco”. Y dentro de estos parámetros culturales, la palabra limpieza no era precisamente sinónimo de “lavado”.

El uso de perfumes y friegas en seco reemplazaron al agua (utilizada durante el Imperio Romano y gran parte del medievo) que sólo fue recomendable en rostros y manos (únicas partes visibles del cuerpo).

El dramaturgo francés del siglo XVII Paul Scarron, describía en su Roman comique una escena de aseo personal en la cual el protagonista sólo usa el agua para enjuagarse la boca. Eso sí, su criado le trae “la más bella ropa blanca del mundo, perfectamente lavada y perfumada”.


El cuerpo, escondido debajo de cargados vestidos, no era pues considerado. Ser limpio implicaba, ante todo, mostrarse limpio por fuera y comportarse como tal. Ya lo establecía una regla de buena conducta, vigente en 1555: “Es indecoroso y poco honesto rascarse la cabeza mientras se come y sacarse del cuello, o de la espalda, piojos y pulgas, y matarlas delante de la gente”.



Todo el lujo y riqueza en los trajes de los siglos XVI, XVII y XVIII ocultaban una falta total de higiene. Tanto hombres como mujeres andaban llenos de pulgas y piojos y todos apestaban. Agripa de Aubigné aseguraba que los nobles franceses podían distinguirse desde lejos a causa de su mal olor, y el conde Volfrando de Waldeck escribe en sus efemérides que las mujeres alemanas se lavaban el cuerpo a lo sumo una o dos veces al año. Esta ausencia de higiene estaba acompañada por unos modales groseros, de los cuales alardeaban, sobre todo, los miembros del “sexo fuerte”.(1742. François Boucher – Higiene personal -Museo de Karlsruhe).


Por otra parte, ciertas ideas que eran colectivamente compartidas, hacían posible eludir el agua que tantos temores despertaba. Burgueses y aristócratas estaban convencidos de que la ropa blanca (la ropa interior) “limpiaba“, puesto que impregnaba la mugre a modo de esponja. Por lo tanto, al cambiarse de ropa el cuerpo se purificaba, simbolizando ese acto la limpieza interna (sin la necesidad de acudir al inquietante elemento líquido).
Tanta suciedad no podía durar mucho tiempo más y cuando los desagradables olores amenazaban con arruinar la civilización occidental, llegaron los avances científicos y las ideas ilustradas del siglo XVIII para ventilar la vida de los europeos. 
Poco a poco volvieron a instalarse letrinas colectivas en las casas y se prohibió desechar los excrementos por la ventana, al tiempo que se aconsejaba a los habitantes de las ciudades que dejasen la basura en los espacios asignados para eso.





Incluso los médicos enciclopedistas comienzan a atribuir al agua cualidades morales, especialmente cuando es fría. Serán los burgueses los que difundan la imagen del baño caliente como generador de afeminamiento, artificio aristocrático y origen de toda haraganería. En resumen: agua fría para el burgués poderoso; agua caliente para el noble decadente.


Pero será el siglo XIX quien asocie el vocablo nuevo de “higiene” con el de “salud”. Y contrariamente a lo que se ha creído por siglos, el agua y el baño empiezan a promocionarse como defensas contra el contagio de enfermedades. Sucede que ahora se conocen y se ven a los responsables directos de esos padecimientos. Hay que combatir “monstruos invisibles“: los microbios. Por lo tanto, la limpieza comienza a actuar contra esos agentes, protegiendo al ser humano.

En este siglo, el desarrollo del urbanismo permitió la creación de mecanismos para eliminar las aguas residuales en todas las nuevas construcciones. Al tiempo que las tuberías y los retretes ingleses (WC) se extendían por toda Europa, se organizaban las primeras exposiciones y conferencias sobre higiene. A medida que se descubrían nuevas bacterias y su papel clave en las infecciones —peste, cólera, tifus, fiebre amarilla—, se asumía que era posible protegerse de ellas con medidas tan simples como lavarse las manos y practicar el aseo diario con agua y jabón. En 1847, el médico húngaro Ignacio Semmelweis determinó el origen infeccioso de la fiebre puerperal después del parto, y comprobó que las medidas de higiene reducían la mortalidad. En 1869, el escocés Joseph Lister, basándose en los trabajos de Pasteur, usó por primera vez la antisepsia en cirugía. Con tantas pruebas en la mano ya ningún médico se atrevió a decir que bañarse era malo para la salud.


Con el tiempo comenzaron a surgir las piletas públicas a muy bajo precio, los baños públicos y un elemento hoy muy conocido: la ducha, sin el que no podríamos vivir hoy en día. 



Es cierto que aún hay muchas personas en nuestro planeta que no tienen acceso a estos “lujos” en los llamados países del tercer mundo, pero también es verdad que por fortuna ya no le tenemos miedo al agua. Bueno, quizás algunos sí, pero eso ya es cosa de cada uno…

(Texto basado en el artículo de F. Casanova “Y se descubrió que la higiene era buena, historia de la limpieza corporal” 2010).


No hay comentarios:

Publicar un comentario