Transcurría la Edad
Media cuando los nobles podían hacer uso de un el privilegio feudal denominado
“ius primae noctis”, o lo que es lo
mismo, el derecho o potestad de hacer perder la virginidad en la noche de bodas
a la mujer de sus vasallos. En aquella época los vasallos pertenecían al señor
como si fueran esclavos.
El “ius primae noctis”, como es de suponer, despertaba un fuerte
rechazo entre la plebe sintiéndose humillados y vejados. Aquella fórmula
resultaba demasiado fuerte para reivindicar el poder feudal con el peligro que
suponía de posibles levantamientos campesinos. No obstante, esa costumbre se fue perdiendo con el paso del
tiempo, hasta el punto de que el señor tuvo que simular aquél privilegio del
acto sexual con la novia en las celebraciones que seguían a la boda, ante el
regocijo de todos, a modo de recordatorio del poder del noble sobre sus
vasallos y como remanente de lo que algún día fue el derecho de pernada,
percibiendo por este hecho una cantidad que le donaba el marido de la novia.
Aquél privilegio, aunque
no reconocido por algunos historiadores, tenía sus antecedentes en la
“Beilager” germánica, por la cual el señor se reservaba el derecho a la primera
cópula con la novia al tener la creencia que la sangre del desfloramiento tenía
propiedades mágicas.
Pero como hemos dicho, ese privilegio que sólo traía
recelos y odio, se iba a perder a cambio de un pago en metálico o tributo que
en la época feudal lo llamaron “el cullagium”, “el merchet” o “el vadimonium”.
Aquí, en la Península
Ibérica, la “Prima Nocte” se convierte
en habitual en la época de la reconquista, hasta que Alfonso II promulgó una
Ley que estipulaba que las siervas se encontraban fuera del derecho del señor, sancionando
con una multa de 500 sueldos y la privación de cargos, a quien osara desflorar
a la novia antes del casamiento.
No obstante, los abusos
sexuales sobre las esposas de los vasallos continuaron siendo habituales sin
que los nobles tuvieran que invocar algún derecho, pues bastaban las amenazas
para acallar el suceso, pudiendo llegar esos abusos a ser continuados, ante los
cuales a los súbditos no les quedaba más remedio que mirar hacia otro lado,
dado el temor que les embargaba, teniendo que convivir la mujer siempre con esta
deshonra.
También ocurría a la
inversa. Sabedores los vasallos que a los señoritos les gustaban las buenas
mozas, había ocasiones en que los padres o maridos ponían a disposición de su
señor a su mujer o hija, con el objetivo de conseguir algo a cambio.
Fue en 1486 cuando
Fernando el Católico dictó la “Sentencia de Guadalupe” promulgada para Cataluña,
que mandaba abolir los malos usos y abusos personales por parte de los poderosos
con sus vasallos, diciendo que “ni tampoco
puedan los señores la primera noche que el payés prende mujer dormir con ella o
en senyal de senyoria”.
La Iglesia también fue
ganando fortaleza con el paso de los siglos y permitió que el matrimonio fuera
amparado por la institución eclesial. Al consolidarse el matrimonio religioso,
quedaba claro que el derecho canónico estaba por encima de cualquier uso o
fuero ancestral y que, si Dios y la Iglesia bendecían la unión, sobraba la
intervención de la nobleza.
A partir de que la
Iglesia monopolizara los matrimonios, los abusos sexuales pasaron a ser
caprichos de algún señor descontrolado incapaz de respetar la dignidad de las
personas a su cargo, porque el matrimonio era algo sagrado que ni siquiera los
señores feudales podían mancillar.
¿Está abolida en
nuestros días esta práctica?... Si pensamos un poco nos daremos cuenta que aún
existen reminiscencias del pasado. El abuso de un superior, la mala conciencia
de la víctima y el temor a denunciar a un poderoso, continúa estando vigente en nuestra vida cotidiana.
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